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El canto de una noche

El canto de una noche


Un pequeño pueblo resplandecía bajo la tenue luz de la luna, las aves habían cesado su canto al atardecer y los lugareños se habían refugiado en sus hogares para descansar del arduo día de trabajo. Esa noche sólo reinaba la paz, acompañada del sonido del vaivén de las olas que remojaban la pequeña costa con forma de media luna.

En la playa, a orillas del pueblo, largos cabellos dorados surgieron del agua acompañados de una silueta curvilínea, la espuma de la última ola se transformó en tela blanca que se pegó a la piel blanca de lo que parecía ser una mujer. Sus labios suaves se abrieron para tomar un respiro inicial, el cual le raspó la garganta como el licor ardiente.

Ojos color turquesa admiraron las luces del pueblo bajo el hechizo de la luz de la luna, aún no creía en los veinte años que habían transcurrido, las casas eran las mismas, los olores, los sonidos y los recuerdos. Apretó los puños con fuerza mientras trataba de ahogar la voz de él en sus pensamientos, “No vuelvas…”

Salió del agua arrastrando los pies con dificultad, apoyó las manos en la arena e intentó levantarse con cuidado, el peso la hizo tambalear y caer a la arena. Escuchó su voz de nuevo “Vete…”, no lo haría, jamás lo haría, debía terminar con ello, ignoró la voz y se levantó de nuevo, sus pies humanos se apoyaron en la arena con fuerza, sólo unos pasos más de práctica y entonces tendría que hacerlo.

El tiempo se agotaba. Llenó de aire sus pulmones y lo dejó salir poco a poco, comenzando la entonación de una canción, el idioma incomprensible para humanos, seres cerrados a la magia, sólo la especie de ella la entendería, pero cualquiera podría sentir la tristeza desgarradora en el alma.

Con el ritmo en sus labios, se paseó entre los pequeños empedrados que separaban las casas, caminos, callejones, rodeó las cuadras una a una. Pronto se escucharon ruidos sumisos en los refugios humanos, cerrojos se abrieron con cuidado y puertas se empujaron despacio.

Varones adultos formaron filas detrás de la mujer, dos, tres, veinte, cincuenta se unieron poco a poco a la peregrinación. En sus casas, sus mujeres, jóvenes y niños dormían tranquilos, inconscientes de la ausencia de los miembros de la familia e ignorantes de la voz femenina que sólo podían escuchar los hombres mayores a los 40.

De las mejillas de la joven corrían lágrimas mientras aumentaba el tono de la canción, cada gota cargada de tristeza y agonía. Los hombres apresuraron el paso, embelesados por el deseo de alcanzarla, consolarla y obtenerla para sí.

Cientos de pares de pies descalzos se les unieron, el compadre, el amigo, el hermano, el hijo y el desconocido, todos con familia, todos con alguien que los amaba y lloraría su pérdida. El melodioso canto de la mujer los absorbió, esclavos eran de la melodía, esclavos fueron de la voluntad de la triste cantante.

Ninguno se preguntó a dónde los llevaría, ni por el extraño brillo plateado en las pupilas de la mujer, ni por la tela blanca volando en un aura fantasmal alrededor de su piel. No lograron ver más allá del rostro angelical que les sonreía y les lanzaba besos de enamorada, fantasías provocadas por sus mentes. Nadie podía romper el hechizo de la sirena, nadie podía oponérsele una vez que sus oídos eran alcanzados por la encantadora voz.

La cantante los llevó a las orillas del océano, la arena, oscura y brillante se pegó en la piel de los pies de los hombres que ahora caminaban sobre ella. La dama detuvo su andar y esperó el momento justo cuando el último hombre llegó. Entonces la canción se incrementó, agonizante, lastimera, tanto dolor en una estrofa. Ellos, asesinos sin corazón, morirían. Los miró con odio, almas condenadas que sabían lo que habían hecho y no mostraban arrepentimiento, los dejaría estar conscientes de su muerte, los dejaría ver lo que ella era.

Los hombres abrieron los ojos asustados cuando la imagen de la muchacha sonriente se desvaneció ante ellos, el sueño se había esfumado y detrás de la cortina de humo se encontraba la bruja, un rostro conocido para todos en el pueblo. Aterrados intentaron moverse, gritar, maldecir, pero ni sus cuerpos ni sus bocas obedecían.

Oh, los escuchaba, escuchaba sus almas gritar de miedo, desesperación. Cerró los ojos y abrazó los recuerdos en su mente.

Cada veinte años humanos, su padre, rey de los mares, daba la oportunidad de experimentar en las afueras, caminar, moverse y respirar aire. Muchos lo rechazaban, otros aceptaban y experimentaban por un año completo la vida humana. Su primer viaje al exterior no tardó en traerle su primer amor, un joven pescador de cabellos castaños y ojos sinceros. Ignorar la ley de las sirenas respecto a las relaciones con otras especies se pagaba con la muerte, pero eso no importó. Lo amaba y su inmortalidad valía el riesgo. Jamás volvería al océano.


Los meses pasaron y ya no sólo lo amaba a él, también amaba a los humanos y su estilo de vida. Sin pensarlo, confió en ellos, los ayudó, les enseñó sobre el mar, los peces y la vida se volvió próspera y rica. La querían, la llamaban para pedirle consejos, adivina, “hechicera” la nombraban.

Pronto, la gente comenzó a espiar, dudar sobre el origen de sus conocimientos, preguntaban, acusaban y odiaban a escondidas. Asustada se defendió de los rumores, “¡No soy una bruja!” repetía constantemente a los ojos inquisidores que la miraban, las mujeres dejaron de hablarle y los hombres la acosaban, culpándola sobre hechizos de lujuria y deseo.

Entonces se perdieron a sí mismos, iracundos la rodearon una noche en la playa, su amado salió a defenderla. Él lo sabía, desde el primer momento en el que la vio salir del mar y había aceptado su secreto en silencio. “Vete, huye, ¡No vuelvas!” las palabras le atravesaron el pecho mientras lo veía caer ensangrentado frente a sus pies. Fue violada, ultrajada y golpeada, mientras dos jóvenes le sostenían con fuerza el rostro al pescador y lo obligaban a ver.

“Pronto nos veremos mi amor” leyó de sus labios antes de que le cortaran la garganta, mientras los seres que se hacían llamar hombres la pateaban. Gritó por su dios por ayuda, lloró inconsolable rogando que las sucias manos se apartaran de ella, pero nadie surgió del mar a ayudarla, nadie podía hacerlo sin temor a quebrantar las leyes. Cansada y agonizante los vio tomar el cuerpo inerte del joven humano que la había hecho tan feliz y quemarlo, las personas del pueblo celebraban sonrientes y alegres de que lo habían liberado de la bruja, en la fogata improvisada, él se reducía a cenizas y junto con él, el amor que les tenía a los humanos.

Sin compasión, la apartaron vilmente y la arrojaron al mar como basura. Las olas hundieron su cuerpo, las corrientes la llevaron a la profundidad del océano y la sal le quemó las heridas hasta cerrarlas, con ayuda de la espuma sus piernas humanas se disolvieron hasta retomar la forma de la cola de un pez. Su venganza, una ira profunda arraigada en su alma la mantuvo con vida, los perseguiría hasta que su existencia se redujera en espuma de mar o hasta que sus labios jamás pudieran entonar de nuevo la canción de su amor. Esperó en silencio por los últimos años, ocultándose de los suyos, por la siguiente oportunidad. Los dejó confiarse, los dejó ignorar el error que habían cometido.

Abrió los ojos, los jóvenes de su memoria ahora eran viejos, sus rostros cubiertos de arrugas y la carga de la edad los estaba matando, pero no tendría compasión por criaturas despreciables. Furiosa alargó la última nota. Uno a uno, los varones caminaron hacia las olas sin parar, sin aguantar la respiración. Quién los mirara de lejos pensaría que lo hacían por voluntad, pero de cerca podía verse el miedo y el llanto en sus ojos. Aunque el agua penetró en sus pulmones, ninguno regresó al exterior y ella no lo permitiría, estaban acabados, pagarían el error de devolverla al mar cuando pudieron haberla reducido a cenizas junto con su amor, cosa que ella había deseado tanto.


Detuvo su canto hasta que el último de ellos se ahogó y su corazón dejó de palpitar. Llorando volteó al pueblo por última vez, las mujeres aún dormían tranquilas, por la mañana despertarían con las camas vacías y entonces sufrirían su venganza, sabrían que la bruja había vuelto por aquella sonrisa falsa que le ofrecieron, por sus risas y aplausos de apoyo a sus maridos cuando la golpeaban desnuda. Pagarían con un precio más alto, el lamentarse día a día la pérdida de sus amores.


Vacía, se quitó las lágrimas del rostro y caminó al mar, el matarlos no había borrado los recuerdos, no le trajo felicidad y sabía que no lo haría, por ello, volvería para enfrentar el juicio de su dios y convertirse en espuma de mar, morir. Entonces, después de la larga espera, lograría estar con él, como siempre debieron de haber estado, siendo uno solo con la energía del universo, aquella que nunca moría, y al fin, nadie podría separarlos de nuevo.


---Fin---


Imagen: "El Pescador y la Sirena" LEIGHTON, Frederic (1830-1896) ¡Quedó muy adhoc!
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Notas de la Autora:

Recientemente, mis problemas con internet me impidieron continuarlo debido a que me desanimaba al ver que no podría subirlo ése día, gracias al apoyo y presión psicológica que Marian ejerció en mí he podido terminarlo.

Espero les agrade.
¡Saludos!